miércoles, 4 de febrero de 2009

COMO SURGIO LA CULTURA NACIONAL

WALTERIO CARBONELL
CÓMO SURGIÓ LA CULTURA NACIONAL

EEE
spaña y Portugal unieron a dos conti­nentes lejanos, África y América, con sus barcos y el empleo sistemático de la violencia. Traficantes de esclavos aportaban, año tras año, valiosos informes sobre África: En el Mundo de que vamos a ocuparnos, tan estrecho es el enlace entre estos dos, que es imposible tratar de Amé­rica prescindiendo de África. Sin esta, jamás hubiera el Nuevo Mundo recibido tantos millones de negros escla­vizados en el espacio de tres centurias y media, y sin el Nuevo Mundo nunca se hubiera arrancado del suelo afri­cano tan inmensa muchedumbre de víctimas humanas. Esto lo dice con razón José Antonio Saco en el libro pri­mero de su Historia de la esclavitud. Los móviles que impulsaron a las potencias a transportar africanos hacia América y hacerlos entrar en relaciones con los indios, son bien conocidos: disponer de una masa enorme de po­blación esclava -negros e indios- para los trabajos en las minas, las plantaciones de café y caña de azúcar, y obte­ner del producto de su trabajo fabulosas ganancias.
Durante todo el largo período que duró el tráfico de esclavos, Cuba fue uno de los países de América que dis­ponía de más rica información sobre África.
Para hacerse una idea del vasto caudal de conocimien­tos que el país poseía sobre África basta saber que entre 1800 y 1850, la mayor parte de la población de Cuba, calculada entre un millón y un millón quinientos mil ha­bitantes, era africana; que las religiones africanas tenían muchos más fieles que la religión católica, y que la músi­ca de los africanos tenía mayor número de ejecutantes y admiradores que la música de los españoles. Muy poco se sabía de China, de la India, etc. África era la pasión de los hacendados, comerciantes, funcionarios coloniales, banqueros y curas, así como de todos aquellos que esta­ban dominados por el espíritu de lucro. Curas y banque­ros esperaban con ansiedad, noche y día, la llegada de los barcos negreros. Los colonialistas discutían en sus cen­tros políticos, en el Ayuntamiento de La Habana, en el Consulado, en la Sociedad Patriótica de Amigos del País, en torno a la suerte que correrían las industrias azucare­ras y cafetaleras y los trabajos públicos, si Inglaterra lle­gara a impedir el comercio de esclavos. Las conclusiones de estos señores eran muy pesimistas: si el tráfico era real­mente impedido, los resultados no serían otros que la rui­na de los negocios.

Los hacendados tenían cierta cultura africana; cono­cían cuáles de las razas africanas eran las más fuertes para los trabajos agrícolas, cuáles las más belicosas y también las más dóciles para el trabajo esclavista, y cuáles las más aptas para provocar rebeliones antiesclavistas. Conocían muchas características de las razas de Guinea, Nigeria, del Congo y del Río de Oro. África interesaba tanto que no es por casualidad que el libro más importante escrito duran­te los tres siglos y medio de colonización se llamara His­toria de la esclavitud de la raza africana en el Nuevo Mundo y en especial en los países américo-hispanos, de José Antonio Saco; libro que por una de esas raras coinci­dencias los historiadores apenas citaron y los intelectua­les jamás leyeron.

El fin de la dominación colonial española en Cuba echó un manto de olvido sobre el continente africano. Ya Áfri­ca no interesaba económicamente, no había pues, ocasión de obtener nuevos conocimientos culturales: la esclavi­tud había terminado. Los políticos y los escritores de los tiempos de la dominación española citaban con frecuen­cia al continente africano, pero los políticos y escritores
de la república burguesa no quisieron jamás recordar su nombre. ¿Para qué? La república burguesa no necesitaba de África. Es curioso, los mismos hacendados, comercian­tes, banqueros y curas que durante la época colonial pa­saron noches de insomnio en espera de los barcos negre­ros cargados de riquezas humanas, fueron los primeros que. desde el inicio de la república, olvidaron el conti­nente africano. África se convirtió en una palabra moles­ta para toda la llamada gente culta. Era una especie de Babilonia cuyo nombre evocaba la concupiscencia. Y te­nían razón. África era la concupiscencia en su doble sen­tido, en el de la lujuria y en el de los apetitos de bienes terrenales practicados por todos estos fariseos en las plan­taciones e iglesias con los hijos de África. Hicieron del varón un bien, una cosa terrena, objeto de comercio, una mercancía, y de la hembra, un objeto de posesión doble, de posesión para el trabajo y de posesión sexual. Los mis­mos que en los tiempos de la colonia española acusaron de enemigos del rey, de la propiedad y de la religión a aquellas pocas personas que reprobaron el tráfico negre­ro, fueron los que durante la república burguesa proscri­bieron el nombre de África, que fue la fuente de riqueza sobre la cual se fundó luego la república burguesa. Pero su nombre evocaba los orígenes abominables de la rique­za burguesa, y por lo tanto debía ser borrada de la vida política y cultural de Cuba. Debían prohibirse sus reli­giones, su música, sus hábitos y costumbres, y todos sus valores culturales de la misma manera que en la época colonial. Con razón dice Antonio de las Barras y Prado en sus Memorias de La Habana a mediados del siglo XIX:
Enumerar los grandes crímenes sangrientos que se han cometido en la Tierra, sería el cuento de nunca acabar, y no puede ser de otro modo si se considera que todos los que trabajan en ella, lo hacen fuera de la Ley: desde el esforzado capitán, hasta la más te­mible marinería, compuesta de gente que nada tiene que perder, pero aventurera y resuelta, todo lo que se necesita para desafiar los peligros que entraña es­te inhumano tráfico. Como en estos buques no rei­na más disciplina que la que se impone por la fuerza bruta, se han dado bastantes casos de sublevarse las tripulaciones para robar a los capitanes el dinero que llevaban para comprar los negros, sucumbiendo aquellos en desesperada lucha contra una turba de feroces bandidos que encallan luego el barco en cual­quier costa desierta y se fugan por tierra. Así es. que ni el revólver ni el cuchillo se desprenden un mo­mento del cinto de los oficiales, tan bandidos como sus marineros, y que llevan, cuando salen a un viaje de estos, la vida pendiente de un hilo.

Antonio de las Barras y Prado nos recuerda además que el tráfico de esclavos motivaba las más intensas emo­ciones de la sociedad colonial:

Aquí, lo mismo que en todas partes, hay muchos aficionados a todos aquellos negocios que aunque arriesgados producen en un caso feliz pingües utili­dades, y de ahí nace el que haya también personas dispuestas a interesarse en el tráfico de esclavos.Esto
no es de extrañar, teniendo en cuenta que hoy se cree que constituye el dinero la única felicidad de los hombres, y que en la mayoría, la idea es enri­quecerse en el menor tiempo posible sin reparar en los medios, pues la conciencia se ha convertido en un mito y los escrúpulos se consideran cosa de ton­tos. Esa impaciencia por hacer dinero, que estimula la afición a los juegos de azar con la esperanza de conseguir en un minuto lo que por medios regulares y ordenados costaría gran número de esclavos, no es ni más ni menos que un juego de azar en el que aparte de los grandes riesgos de todo contrabando, el explotador es el banquero, y el jugador de buena fe la víctima. En esta además, hay otras víctimas, constituyendo un delito de lesa humanidad. Lo mismo que en las ferias o garitos un tahúr invita a jugar a todos los inocentes que se presten, así hace aquí un armador de buque negrero, salvo rarísimas excepciones, proyectando una expedición para des­plumar a los incautos que se apuntan como accio­nistas, y este ha sido el origen de muchas fortunas que se han visto crecer y desarrollarse como por ensalmo en la isla de Cuba.

El negocio es bastante incitante para atraer incau­tos, como puede producir doce o quince por uno, pero tiene en contra los cruceros ingleses y america­nos en las costas de África, los españoles en las de la Isla, y la vigilancia de Mr. Crawford, cónsul inglés en La Habana, constante denunciador a las autori­dades españolas para que persiga en tierra las expe­diciones desembarcadas. Mas suponiendo que ha­yan escapado de todos estos riesgos, queda a los in­teresados otro mucho mayor e insuperable, que es la mala fe de los armadores.


Para hacer más comprensibles los procedimientos que se emplean en esta clase de negocios, voy a valerme de un ejemplo. Supongamos que un sujeto que goza de crédito en ciertos círculos aficionados a las cosas de azar, se presenta un día invitando a sus amigos con promesas halagüeñas a que tomen parte en una expedición. Les dice que esta no costará más que veinticinco o treinta mil pesos y que el buque, que tiene preparado, podrá traer con comodidad de setecientos a ochocientos negros, que vendidos a cuarenta onzas y deducidos los gastos pueden dar un resultado de diez por uno. Les explica el derrote­ro y las probabilidades de buen éxito, pues el cruce­ro está algo abandonado en las costas de África con motivo de la guerra de Oriente y es muy escasa la vigilancia, según cartas de los factores, en el paraje donde cargará el buque. Después, cuando regrese a la Isla, tiene un punto segurísimo donde hacer el desembarco, y cuenta con las autoridades y con toda clase de medios para poner en tierra la negrada a poca costa. Ante proposición tan tentadora, todos se apre­suran a entrar; el annador percibe en metálico la parte de cada uno y luego que el armamento está hecho les notifica el costo de la expedición presentando cuentas, pues como negocio prohibido, no se dan recibos ni documentos de ninguna clase; todo se hace bajo palabra, y se han dado casos de quedarse con el dinero y no realizar la expedición, contra esto no queda más recurso que una vez descubierto el frau­de, la venganza personal.

Una de esta clase debió ser la ejecutada por don J. G, acaudalado propietario que vivía en una hermo­sa casa de la calle del Olimpo [Obispo]. Dicho señor, cuyo capital se había ido formando, según voz pública, con los productos de la trata, y quizás también con los de otras industrias por el esti­lo, era como es frecuente en hombres pocos escru­pulosos, muy hipócrita y afectaba gran religiosidad; era lo que se llama vulgarmente un beato. Un día, estando arrodillado en la iglesia, quizás acosado por los remordimientos, acaso pidiendo a Dios por la di­fícil salvación de su alma, no sintió que se le acer­caba por detrás un sujeto el cual le derramó en la cabeza un líquido que se le corrió hasta los ojos de­jándolo ciego.

El sujeto era un médico catalán a quien había nega­do una cantidad que le tenía confiada. El médico se suicidó en la misma iglesia. El tal don J. G, pasaba en la sociedad por hombre respetable. Así [sucede] con muchos aquí y en todas partes de los que se consideran como tales.

¿Por qué extrañarse, pues, del silencio tendido por la dominación burguesa en torno al nombre de África? ¿Por qué extrañarse, pues, de la política discriminatoria prac­ticada por la burguesía contra los descendientes de Áfri­ca? ¿Por qué, si al fin y al cabo la burguesía republicana era décadas atrás representante del sistema esclavista una fracción de la internacional española, que no dejó un in­dio con cabeza en Cuba y arruinó su cultura?

Todas estas gentes eran parte del clan de aventureros que arruinó la civilización maya, quechua, etcétera, y a millares y millares de indígenas en toda América.

¿Qué podía esperarse de los protagonistas de la repú­blica burguesa nacida entre el vicio y el deshonor, que no tuvieron reparos en vender su alma colonial, su alma de traficantes, a la nueva internacional de traficantes; los mo­nopolistas yanquis? Y, ¿por qué no iban a venderse a la nueva Internacional si la nueva internacional con sede en Wall Street, era la gran heredera de la Casa de Contrata­ción de Sevilla, de la que en el pasado los esclavistas crio­llos fueronunapéndice.

La república burguesa fue la república de los comer­ciantes, de los hacendados y del clero, es decir, de las mis­mas clases y sectores que se enriquecieron con el tráfico de esclavos durante el sistema colonial español en Cuba.

Todas estas gentes que dominaron la república burgue­sa fueron una importante fracción de la internacional del saqueo, de la piratería y la esclavización del continente americano. Y es por esto que no tuvieron escrúpulos en pasarse a Wall Street. ¿Qué iban a reprocharle a Wall Street? Su moral era la moral de la nueva internacional. Entonces, ¿por qué no unirse a las gentes de su propia calaña? Nada tenían que reprocharle a Wall Street, a no ser los procedimientos utilizados a la hora de repartirse las ganancias, producto de la explotación de las grandes masas del país. La burguesía percibía la menor parte del botín. Reproche que, desde luego, no se diferenciaba del reproche que los terratenientes esclavistas les hicieran a los comerciantes y a la monarquía española.

La burguesía no sintió remordimientos de conciencia al pasarse con armas y bagajes a la internacional de Wall Street. ¿Acaso Morgan y Rockefeller no explotaban a los indios y a los negros con el mismo rigor y voracidad que la Casa de Contratación de Sevilla? ¿Acaso las Socieda­des Mercantiles de los siglos XVI al XIX, dedicadas al tráfico de esclavos, no fueron las pioneras de los mono­polios modernos? Marx ha dicho, en el "Libro primero" de El capital, que el régimen colonial da a luz las socie­dades mercantiles, dotadas por los gobiernos de los mo­nopolios y de los privilegios para asegurar la salida de sus manufacturas y facilitar la doble acumulación de las mercancías, gracias al mercado colonial. Los tesoros di­rectos usurpados por Europa, el trabajo forzado de los indígenas reducidos a la esclavitud, la exacción, el pillaje y la matanza, todo lo que beneficia a la Madre Patria, se convierte en capital.

Estos comerciantes, estos banqueros, estos curas, es­tos hacendados y estos terratenientes cuya riqueza la Re­volución cubana acaba de expropiar y que deambulan por Miami y Nueva York añorando el regreso, nada debían de lamentar, puesto que la Revolución les ha prestado un gran servicio al facilitarles la más estrecha unión con las gentes de su propia calaña. ¿No habían sellado su unión desde los tiempos de Jefferson y el acaudalado Aldama? Pues bien, ya están como lo deseaban desde el siglo XIX: viviendo todos en familia.

La república burguesa sólo tenía memoria para recor­dar sus "sufrimientos" del pasado, pero no para recordar los sufrimientos de los esclavos. En la república burgue­sa solamente se recordaban ciertas restricciones políticas sufridas por los hacendados durante el siglo XIX; se re­cordaban los excesos de impuestos, los toques de campa­na de La Demajagua, pero no el proceder tiránico y bár­baro de los hacendados contra sus esclavos. ¿Para quérecordar la esclavitud de los negros, la esclavitud bajo la que murieron miles de hombres a manos de los hacenda­dos y sus mayorales? ¿Para qué recordar el hambre, la miseria, los azotes, las monstruosas torturas y las diecio­cho horas diarias de trabajo en las plantaciones? ¿Para qué recordar el pasado de los banqueros, de los almace­nistas, de los curas, de los terratenientes, de toda la gente limpia y toda la gente culta si todos habían sido santifica­dos por la república burguesa? Para el verdadero pasado la república burguesa no tenía memoria.

La diferencia entre el pasado de la burguesía francesa del siglo XVIII y el pasado de la burguesía [cubana] salta a la vista. La francesa hizo su capital en el libre comercio, en las industrias de Nantes y Burdeos, bajo el régimen del salario. La cubana acumuló riquezas mediante el robo de hombres, mujeres y niños de otros continentes, con el azo­te, el cepo, las cadenas, los crímenes y el trabajo esclavo.

En 1902, la casi totalidad de la población cubana se encontraba en la miseria y sólo un grupo de personas po­seía las riquezas. ¿Durante qué época las acumularon y cómo las acumularon? ¿Se hicieron ricos el mismo día que el general Wood izó la bandera cubana en el Morro, o se hicieron ricos mucho antes de la intervención nortea­mericana? Se hicieron ricos mucho antes. Se hicieron ri­cos durante todo ese período durante el cual fueron los verdaderos padres de la esclavitud.

Todo lo que pudiera dañar su moral burguesa fue ca­llado, y todo lo que pudiera beneficiarla fue invocado en la tribuna, en el parlamento, en la universidad y en los libros de historia: la dominación burguesa se apoya en la fuerza del capital y las bayonetas, pero también en una moral, más o menos "honorable". El pasado de la "bur­guesía" era poco honorable. Su moral era muy frágil, por­que su moral del pasado, su moral colonial, tenía por fun­damento la esclavitud de los negros. Mucho terreno se hubiera adelantado en la lucha contra la dominación bur­guesa si, desde el principio de la república, un grupo de hombres radicales hubiera hecho recordar de manera sis­temática el origen de las riquezas de la burguesía y los procedimientos que utilizaron para convertirse en poten­tados. El pueblo hubiera descubierto su verdadero rostro detrás de la máscara de democracia con que la burguesía lo ocultaba. Pero como no se hizo esto, como no se le desenmascaró valientemente, la burguesía gobernó con cierta apariencia de mirlo blanco. La llamada unión sacra entre los cubanos, la invocación a la república "con todos y para todos", la defensa de los intereses nacionales y todas estas palabrejas, sirvieron maravillosamente a los fines de la dominación burguesa.
Pues bien, aunque la dominación burguesa en nuestro país ya es cosa del pasado, es muy saludable para el pue­blo que Fidel Castro le haya recordado el pasado de la an­tigua clase dominante. Este recordatorio es muy saludable porque todavía sobreviven en la conciencia de muchas gentes los prejuicios y vicios mentales que fueron creados por las condiciones sociales del pasado. Todavía es útil re­cordar la historia verdadera de la burguesía, historia fal­seada por los políticos, los profesores, los historiadores, porque la burguesía fundó su autoridad no sólo en el poder económico y político, sino también en el poder de las men­tiras propaladas por sus hombres cultos. Y porque, ade­más, muchas de esas mentiras son tenidas hoy por verda­des, aun por aquellos que son revolucionarios, que han con­tribuido a liberar a nuestro país de la dominación burguesa, pero que han sido incapaces de liberarse de todo el poder ideológico de la burguesía. Hay que crear en el pueblo una conciencia histórica de ciento cincuenta años por lo menos para que su conciencia posea la ficha completa de los ver­daderos personajes nacionales derribados por la Revolu­ción: el terrateniente, el banquero, el gran comerciante, los curas. Con la ficha completa de los personajes derribados, el pueblo podrá más fácilmente limpiar su conciencia de viejas supervivencias y, liberado de estas, construir una sociedad más vigorosa, de más noble salud.

Demoler las concepciones ideológicas de la burguesía es hacer Revolución. Los intelectuales burgueses han pin­tado con los más bellos colores el pasado de su clase, han idealizado el pasado de la "burguesía" esclavista y exa­gerado los méritos de esta clase hasta lo infinito. Y todo esto en detrimento del pasado heroico del pueblo, y para beneficio de los propios intelectuales encargados de men­tir. Hay que esclarecer el papel jugado por el terratenien­te esclavista, por el dueño de ingenio durante la dominación colonial; el papel de esta clase dominante, el papel de este activo instrumento de la dominación colonial, de ese terrateniente esclavista que hasta en la etapa inme­diata a 1868 no jugó otro papel que el de freno del pro­greso y la independencia nacionales.

Hay que esclarecer el siglo XIX esclavista, porque es precisamente durante este siglo que la ociosidad es más elocuente. La burguesía tenía sus historiadores, sus pe­riodistas, sus profesores que escribían fábulas heroicas sobre ella para que el pueblo las tomara por realidades y justificara su dominación. Es por todas estas razones que el siglo XIX necesita revisión. Dioses de barro supervi­ven como una realidad en la conciencia de nuestro pue­blo revolucionario. Figuras oscuras, esclavistas de la peor especie, como Arango y Parreño; esclavistas atormenta­dos como José Antonio Saco y Luz Caballero, enemigos de las revoluciones y de la convivencia democrática, han sido elevados a la categoría de dioses nacionales por los historiadores, profesores y políticos burgueses.

La Revolución no puede tener por dioses nacionales a estos hombres, los mismos hombres que fueron elevados por la burguesía a la categoría de dioses nacionales.
Estos hombres son representantes del colonialismo es­pañol; reforzaron el colonialismo español por todos los medios, por el peor de los medios: la esclavitud.
En ningún momento se interrogaron sobre la esclavi­tud y el colonialismo español. No aportaron ni una sola idea progresista en favor de la nacionalidad; fueron fieles al colonialismo español hasta el fin de sus días. José An­tonio Saco, por ejemplo, el hombre polémico, fue un ene­migo de la revolución de 1868. No hay por qué confundir, como suelen hacerlo algunos revolucionarios de izquier­da, las contradicciones entre los diferentes grupos escla­vistas con la nacionalidad ni con la cultura nacional. No hay por qué exagerar el papel de estas contradicciones co­mo factor de desintegración del sistema colonial español. Y por otra parte, si las condiciones anteriores a 1868 en­tre los grupos de esclavistas y el sistema colonial español contribuyeron a formar la nacionalidad cubana, esto no quiere decir que los mencionados señores sean naciona­listas. Una cosa son las contradicciones clasistas dentro de un sistema social y otra las ideas que los hombres se forjen en torno a estas contradicciones. Una de las tareas del escritor revolucionario de hoy día es poner bien en claro nuestro pasado histórico. La claridad en nuestro pa­sado es una de nuestras grandes tareas revolucionarias en el aspecto ideológico. Mientras reine la confusión sobre nuestro pasado ideológico, estaremos padeciendo, como decía Carlos Marx con respecto a la revolución de 1848 en Francia, no sólo de los males del presente sino tam­bién de los del pasado. Sobre todo esto insistiremos más adelante.

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